Penélope abrió los ojos. Lentamente. Los volvió a cerrar con parsimonia, pero al final volvió a vencer a la pereza.
La luz de la mañana de domingo entraba ya por la ventana. Qué bonito era el sol en los días de primavera del pueblo donde vivían. Hacía tres meses que se habían mudado allí dejando la ciudad fría y oscura del húmedo norte. Ahora, acababan de abrir un pequeño restaurante en aquel paradisíaco lugar que siempre tenía la luz del Mediterráneo. No había más que deudas, pero el negocio había generado expectación en el lugar. Eran los nuevos allí y aunque no había mucho turismo en aquel recóndito lugar, los fines de semana conseguían llenar el local con las propuestas novedosas que Miguel, su pareja, tenía en la cabeza y que trasladaba desde el fogón a los platos de los cada vez más numerosos clientes.
Hoy no iba a poder ser y mañana tampoco, porque los lunes cerraban. Pero del martes no pasaba. Mientras Miguel se acercase al mercado a comprar la comida para hacer el menú de ese día, ella correría a la farmacia. Estaba al lado. Compraría el test y por fin sabría si para ese invierno sería madre.